Desde hace tiempo, varios creadores de Corea del Sur conquistaron un lugar de excepción en festivales y circuitos cinéfilos: basta recordar a Park Chan-wook, Kim Ki-duk o Hong Song-soo, dueños de una obra renovadora, prolífica y desigual. En los últimos meses, sin embargo, Parásitos (2019) se volvió la cara más visible y sobreestimada del cine de ese país, y también del conjunto de siete largometrajes que ha logrado completar Bong Joon-ho. Razones no faltan: en un contexto pobrísimo, el film mostró una coherencia formal poco frecuente, logró impacto masivo sin renunciar a la marca autoral, obtuvo cuanto premio se otorgue a un arte en retroceso e incluso sedujo a cierta crítica exigente. (Como era previsible, cautivó al progresismo, dócil ante las fábulas de enfrentamientos de clase y siempre dispuesto a dividir el mundo en opresores y oprimidos que, con exceso de literalidad, se ubican en los escalones superiores e inferiores de la jerarquía social.)
Pese a que la relación entre huéspedes e infiltrados gana ambigüedad según avanza la historia, Parásitos no llega a ser una película sobre la dialéctica del amo y el esclavo, como El sirviente, de Joseph Losey. En sus mejores momentos, evoca el clímax de Viridiana, de Luis Buñuel, cuando los desarrapados ocupan la casa señorial para celebrar un banquete grotesco.
En ese sentido, la clave de Parásitos habría que buscarla en la exageración satírica, que tal vez justifique la tendencia al trazo grueso y a dotar a los personajes de una psicología rudimentaria. Afortunadamente, esta historia de dos familias –los riquísimos Park y los menesterosos Kim– se complica con la del matrimonio inesperado que componen el ama de llaves y su esposo, sepultado en vida. Bong se muestra más lúcido en su retrato de los pobres que en su caricatura de los ricos: nos sugiere que, apenas más abajo, siempre hay alguien más indigente, no siempre solidario con quien se sitúa justo encima de él.
Bong Joon-ho y el festín de los géneros
Ya finalizada la dictadura militar surcoreana, Bong Joon-ho se graduó en sociología en la Universidad Yonsei; había acompañado sus estudios con una forma de activismo político que más tarde juzgó poco eficaz. Ahora no caben dudas de que el cineasta acabó aventajando al sociólogo. Pero ambos todavía corrían a la par en su segundo film, la mordaz Memorias de un asesinato (2003), donde el director retrata la incompetencia de la policía rural mediante una originalísima comedia de humor negro. (En la persecución de un violador y asesino serial, los investigadores no logran dar un paso firme. Cuando no son ineficaces, son inmorales: no dudan en inventar pistas falsas o en recurrir a la confesión tendenciosa o la tortura.)
Apostando a un público más amplio, The Host (2006) logró transformarse en el primer blockbuster contundente del cine surcoreano. Casi no hay género con el que la película no flirtee, aunque prevalece un cóctel donde la ciencia ficción y el melodrama familiar se conjugan en proporciones óptimas. La historia también contiene una pizca de realidad: por increíble que parezca, en el año 2000, un oficial militar norteamericano le ordenó a un subordinado coreano que vertiera cientos de litros de formaldehído por la canilla. Pero la criatura mutante que nació de este atentado ecológico fue una (ocurrente) invención del director, inseparable del guionista.
Desde el momento en que el monstruo del río Han rapta a una niña, su familia se desvive por rescatarla. Forman un escuadrón chapucero: por un lado, el abuelo y, por otro, sus hijos: una arquera de medio pelo, el inepto padre de la chica y el tercer hermano, uno de los muchos universitarios desempleados que abundan en el cine y la realidad de Corea del Sur: “sacrifiqué mi juventud por la democratización del país” –se queja este personaje en un momento– “y esos desgraciados ni siquiera me dan un empleo”.
Extraordinaria desde todo punto de vista, Mother (2009) es tal vez, hasta la fecha, la mejor película de Bong. La familia en cuestión se reduce ahora a su expresión mínima. Bastan una madre omnipresente, que vende hierbas cuando no practica acupuntura sin licencia (tour de force de la actriz televisiva Kim Hye-ja), y su hijo bobo, al que acusan del crimen de una chica. Inesperadamente, el muchacho se autoinculpa y queda tras las rejas: de ahí en más, asistimos a la odisea muchas veces risible de una mujer dispuesta a todo por mostrar su inocencia. (La trama logra desorientar al espectador mediante una parábola tortuosa cuyos turning points conviene no revelar.)
Bong Jong-soo se destaca por la minuciosidad de sus storyboards, auténticas novelas gráficas. Por eso no asombra que, al momento de reincidir en la ciencia ficción con Snowpiercer (2013), el director pusiera en escena Le Transperceneige, una bande dessinée en blanco y negro ideada por Jacques Lob y Jean-Marc Rochette.
Es otra fábula de una rebelión de clase después del fin de la Historia, que los autores imaginan demasiado próximo (en 2031). Los amotinados viven en la sección trasera de un tren que, en su vuelta al mundo, preserva lo que queda de la especie humana, netamente separada en diminutas castas sociales. Una vez que la cuadrilla de rebeldes logran cambiar de vagón, van atravesando un invernáculo, un acuario provisto de barra de sushi, un frigorífico, un Kindergarten de adoctrinamiento ideológico, un sauna, un boliche… Afuera discurre el paisaje helado de lo que alguna vez fue la Tierra habitable. Mientras tanto, el film se aplana en una alegoría donde el tren representa el Mundo y sus pasajeros, la Humanidad.
Tilda Swinton enrarece un reparto hollywoodense (marveliano, incluso, si tenemos en cuenta que lo encabeza Chris Evans). Como suele ocurrir con el género postapocalíptico, la trama queda sujeta a una prolongación indefinida: este año, de hecho, el canal TNT estrenará una serie con sus ramificaciones. (Al mismo tiempo, con su miniserie sobre Parásitos, Bong Joon-ho promete una “película expandida de alta calidad” para HBO.)
Con 57 millones de dólares de por medio, Okja (2017) profundiza el camino –o el error– de Snowpiercer. Después de pelearse con Harvey Weinstein, que pretendía reducir el metraje del film, Bong se abrazó con Netflix, que le aseguró absoluto control creativo sobre su siguiente película. Pese a esas libertades, esta historia sobre la amistad entre una niña y una “súper-cerda” (resultado de una mutación genética encubierta) es decepcionante en sentidos que sería aburrido enumerar. No logran redimirla ni la presencia renovada de Tilda Swinton –que, impostando un acento neoyorkino, esta vez se desdobla en las gemelas Nancy y Lucy Mirando– ni la simpática pandilla de terroristas pacíficos que forman el Frente de Liberación Animal. La sobreactuación de Jake Gyllenhaal, que pretende ser graciosa, es en cambio desconcertante.
Los dramas desoladores de Lee Chang-dong
Tratándose de un guionista tan avezado como Bong Joon-ho, resulta difícil justificar el desliz eco-friendly de Okja. Después de ese paso en falso, agigantado por una producción millonaria, Parásitos demostró que el director recuperó el vigor y el filo esenciales para preservar la calidad de su cine. Volviendo a una escala más sobria, su último film tiene la sencillez y la aparente eficacia de las fábulas, y apela al espectador ingenuo que a veces persiste en nosotros.
Quienes prefieran una variedad más sutil del arte cinematográfico podrán dirigir su atención sobre la obra de Lee Chang-dong. Del sexteto que forman sus películas, me limito a las tres últimas: con diferencias de matiz, todas narran la progresiva alienación de un personaje. Al igual que Mother, Secret Sunshine (2007) explora los padecimientos de una madre arquetípica. Pero el abordaje no podría ser más distinto: mientras Bong nos arrastra por el carrusel de los géneros, Lee nos expone a la crudeza de la vida prosaica y nos contagia una angustia demasiado verosímil para no tomarla en serio.
Aquí espiamos la vida de Shin-ae, una joven viuda que se muda con su hijito desde Seúl al pueblo de Miryang. Después de experimentar más de una desgracia razonable, ella sucumbe a la alienación religiosa. En su caída la escoltan unas santurronas provincianas –entre ellas, una farmacéutica que encuentra a Dios en el brillo del sol– y un solterón que se quedará hasta el final, convertido en mero satélite de una mujer desquiciada.
Poetry (2010) transcurre cerca del río Han, el mismo que albergó entre sus aguas al monstruo anfibio de The Host. Aquí Lee logra contar con la mayor de las sutilezas otra historia devastadora que, en el fondo, se reduce a la relación entre una anciana con Alzheimer (Yun Jun-hee, una leyenda de la actuación en Corea del Sur) y su nieto adolescente. Ella cuida a un hombre discapacitado y, mientras su memoria se va deshilachando, asiste a un taller de poesía y descubre el cadáver de una chica suicida, cuya muerte tal vez no carezca de relación con las derivas del nieto apático.
En Burning (2018), el director renuncia la inmediatez emocional de sus dos películas anteriores y adopta una perspectiva más distante. Narra sin prisa la relación de cámara entre tres personajes: una adolescente elusiva y dos varones que se la disputan: el protagonista –otro chico abúlico, licenciado en Escritura Creativa– y un muchacho adinerado, presunto pirómano que en sus ratos libres se dedica a quemar invernaderos. El chico encuentra en su rival una variante del gran Gatsby, un caso ejemplar de esa gente joven y misteriosa de la que no sabemos bien qué hace ni de qué vive: “Hay muchos Gatsbys en Corea”, diagnostica el sociólogo improvisado que se esconde en este escritor en ciernes.
La película se basa en el cuento “Quemar graneros”, de Haruki Murakami (recogido en su compilación El elefante desaparece, 1993), que a su vez se inspira en el relato “Incendiar establos” (1939), de William Faulkner. Por momentos, el guión sigue con fidelidad al escritor japonés; otras escenas, como la del hijo que asiste al juicio oral de su padre, Lee las toma en préstamo del gran cuento de Faulkner. Tanto en el relato de Murakami como en la película, los personajes escuchan música de Miles Davis, sólo que en un caso se trata de Airegin y, en el otro, de la banda sonora de Ascensor para el cadalso (lo que añade un guiño cinéfilo).
Inesperadamente, el actor Song Kang-ho, que brilló en las películas de Park Chan-wook, conecta los universos paralelos de Bong Joon-ho y Lee Chang-dong. En su asombrosa carrera, logró encarnar con éxito parejo al detective incompetente de Memorias de un asesinato, al padre holgazán elevado a héroe de The Host, al solterón de Secret Sunshine, y a un drogadicto melenudo, el único que consigue abrir las puertas de cada vagón en Snowpiercer. Por si fuera poco, debutó en el cine con la ópera prima de Bong (The Day a Pig Fell Into the Well, 1996) y acaba de dar vida a Kim Ki-taek, el inolvidable pater familias de Parásitos.