(Estados Unidos, China, 2018)
Dirección: Jon Turteltaub. Guion: Dean Georgaris, Jon y Erich Hoeber. Elenco: Jason Statham, Li Bingbing, Rainn Wilson, Ruby Rose, Cliff Curtis. Música: Harry Gregson-Williams. Producción: Belle Avery, Lorenzo Di Bonaventura, Colin Wilson. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 113 minutos.
“You´re gonna need a bigger boat”
En 1975 se estrenaba Tiburón (Jaws), la diabólica obra maestra spielbergiana sobre un escualo devorador de hombres que aterrorizaba las playas de una ciudad costera. Con él nacía el blockbuster, y la historia hizo el resto. Cuando el personaje de Roy Scheider escupe aquella frase citada, a modo de quitarse los escalofríos y la adrenalina de quien vio de cerca la muerte, todos nosotros espectadores no estábamos preparados para su significación posterior. Dicha significación no estaba ligada al culto de la cinefilia, sino más bien al legado que fue magnificándose por su metalenguaje.
La frase era “You´re gonna need a bigger boat” (“Vas a necesitar un barco más grande”). Con el paso del tiempo esta explotó como grito autoconsciente y simbólico de las formas adoptadas por el mainstream y los blockbusters. La frase determina en instancia que el tiempo todo lo agranda, sea por tamaño o por cantidad. Tiburón, como génesis del monstruo que es la misma parafernalia hollywoodense, quedó relegado a un plano de vejestorio por las demandas de un nuevo público adepto al bigger size. Los nuevos monstruos no son iguales a los viejos. Para confirmar esto existe Megalodón, película de monstruo acuático que toma parte de la obra spielbergiana y la mezcla con Piraña 3D (Piranha 3D, 2010) de Alexandre Aja y con la atrofiada Tiburón 3 (Jaws 3, 1983), pasando por un filtro de cine catástrofe y de ciencia ficción.
Megalodón empieza con un rescate en las profundidades del océano, perpetrado por el aventurero y pragmático Jonas Taylor (Jason Statham) y su equipo. El submarino en el que desembarcan para llevar a cabo la tarea de rescate parece haber sido golpeado por algo desconocido. Cuando Jonas parecía tener todo bajo control, un problema lo obliga a dejar atrás a los restantes tripulantes ya que la amenaza vuelve a castigarlos. Como estamos ante una película clásica, no hay héroe sin conflicto interno, y no hay narración que no lo obligue a tomar un camino hacia la redención. Luego de cinco años, ya retirado tras aquel trágico incidente, el protagonista debe volver al ruedo cuando un viejo amigo lo contacta para una nueva misión: rescatar a su ex mujer, varada en las profundidades junto a dos colegas en una pequeña nave. Ese abismo alberga al enorme pez del título, una especie de animal que se creía extinto y que mide unos veinticinco metros de largo. Todo esto patrocinado por un inescrupuloso multimillonario y su empresa que investiga el fondo infinito de los océanos. Obviamente algo sale más que mal y el bicho del título sale a la superficie a hacer de las suyas. Y es en ese instante que el film encuentra sus mejores momentos. Megalodón, entonces, asume una enorme irresponsabilidad, pero sin desbordes en gran parte por su enorme simbología mitológica y bíblica.
Acá no hay desnudeces en primer plano que impliquen un discurso hacia lo irreverente como en esa hermosa oda a la irresponsabilidad llamada Piraña 3D, la cual utilizaba chorros y chorros de sangre para hacerse con una festividad y una fisicidad que el cine clase B suele tener. Tampoco observamos los atributos cinematográficos de aquella épica de terror que fue Tiburón, donde las clases sociales (un científico aburguesado, un policía y un pescador) se unían para enfrentar a un enemigo en común. Las formalidades de Megalodón pasan por otro lado. No hay referencias a ninguna de las películas citadas, por lo que la obra niega la autoconsciencia para con su cine (el de peces asesinos) con la intención de hacer borrón y cuenta nueva. En cambio, supone una versión definitiva de films sobre tiburones o seres que pululan las profundidades del océano pues hace gala total de ese bicharraco enorme capaz de tragarse una familia entera de un solo bocado. Se ve salpicada en pequeños detalles por una operación de descentramiento narrativo logrando, ahora sí, un dejo de autoconsciencia. Tal es el caso del romance de Jonas con Suyin (Li Bingbing), evitando la tradición de las ex parejas que vuelven a unirse en medio de una situación límite y que en este tipo de relato es moneda corriente. Ahí, en lo que parece un detalle menor, se encuentra parte de un discurso que procura eliminar viejos clichés de este subgénero. Dicho rasgo se afianza en una charla que tiene Jonas con su ex mujer: ella lo invita a “probar algo nuevo”, que se anime a salir de su soledad (¿dejar de ser el héroe clásico?), incitándolo a probar suerte con la joven protagonista asiática.
Jonas, interpretado con voz aguardentosa y cargado de humor irónico, es el alma de la película: un héroe con culpa, muy de la vieja escuela, que sabe quedarse con los diálogos más ocurrentes e hilarantes del film. Su nombre hace alusión al profeta del Antiguo Testamento Jonás, el intrépido que tras fallar en una misión y huir a bordo de una embarcación que se hundía en una gran tormenta fue arrojado a las aguas. El Jonas de Statham es culpado por las muertes ocasionadas en el rescate del inicio y tirado a los perros por sus errores.
La resignificación del mito es una pieza fundamental en el cine clásico. El enorme tiburón, transformado por el cine mismo en un demonio de las profundidades, en un Leviatán bajo las oscuras imposiciones metafísicas del cine; emancipa el mito a medias para volverlo un símbolo reconfigurado de nuestros tiempos: Leviatán, el ser creado por Dios según el Antiguo Testamento y que gobernaba las aguas como un centinela, es en Megalodón el brazo de justicia moral, divina; un castigo que la ciencia afronta por su impronta de violentar el orden de la naturaleza y llevarla hacia el caos que predomina el mandato del ser humano. Por eso, cuando el monstruo escapa de su letargo, lo hace por mera ambición del hombre. Esta metatextualidad sobre los poderes (el científico, el empresarial, el de la naturaleza y su símbolo divino) habla de una postura moral, revistiendo una religiosidad culpógena que no se viste de axioma sino que por momentos hasta se puede tomar en solfa, como burla hacia los típicos discursos moralistas de turno. Dicha religiosidad católica (castigo y culpa) no molesta porque desde el vamos está asumida.
Con todo, ello no evita el goce del espectador. Amén del argumento, la verdad del cine se encuentra detrás de las imágenes: ver a la enorme bestia desembarcar en las coloridas playas atestadas de turistas aburguesados paga de por sí el precio de la entrada. Megalodón es un infierno acuático encantador, una revisión absoluta y letal del blockbuster sobre monstruos marinos que deja ver en qué se convirtió el cine en estos tiempos. Lo que se dice una película actual, que no mira con ojos de nostalgia reaccionaria los éxitos de otras épocas. Al contrario, se los devora.
© Daniel Nuñez, 2018
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