No sin sentido del humor, el crítico Serge Daney oponía la magia de la gran pantalla cinematográfica al tragaluz televisivo donde las películas conocen una sobrevida postiza. La situación empeora en una época de cuarentena y salas vedadas. Para evadirnos de un contexto dramático, ya no contamos con aquel rectángulo mágico, que inevitablemente se reduce ahora a las proporciones variables, pero siempre mezquinas, del cine hogareño por streaming. Pese a todo, Netflix ofrece algunos films valiosos al espectador fatigado de las series y de las ficciones sin alma. ¿Será verdad? Repasemos una serie de títulos.
Una historia familiar y tres películas oníricas
El japonés Hirokazu Koreeda debutó en la fantasía de ultratumba (After Life, que en un lejano BAFICI se llevó el premio principal), incursionó en el thriller, la adaptación de mangas, la ciencia ficción y el cine de samuráis, y hace poco se afrancesó para filmar una historia protagonizada por Catherine Deneuve. Pero sus mejores obras suelen ser dramas familiares, indisociables de un setting oriental y con la cámara situada cerca del piso donde sus personajes se acuclillan: es el caso de la excelente Un asunto de familia (2018), su anteúltimo largo.
Nadie es lo que parece en esta humilde familia ensamblada, que vive al margen de la ley y funciona como una escuela del delito, y en la que la adopción de una niña repudiada por sus padres biológicos representa a la vez un acto de caridad y un secuestro. Desde la nenita hasta la abuela al borde de la muerte, cada personaje tiene una vida completa y un móvil para sus acciones, que el espectador puede observar con interés y empatía.
Es un film emotivo, pero también impiadoso, que nos obliga a reconsiderar los vínculos entre el afecto y el interés, y a entrecomillar los roles de “padre”, “madre”, “hijo”, “hermana”, “abuela”.
(Aunque es innegable la influencia de Yazujiro Ozu en el cine de Koreeda, su estilo más sentimental evoca los melodramas de Mikio Naruse. El propio Koreeda confirma esta afinidad en más de una entrevista, en las que además señala su deuda con el realizador televisivo Shinichi Kamoshita, cuyas películas vio cuando era niño.)
Otra película inusual es Largo viaje hacia la noche (2018), del chino Bi Gan. En realidad, se trata de dos películas, una adentro de la otra. La primera nos transporta al año 2000, cuando un hombre vuelve a Kaili, una vez que han muerto su padre y un amigo apodado “Gato Salvaje”. Dándoselas de detective, este viajero persigue el rastro de una mujer misteriosa que se parece a su madre. Las señales enigmáticas empiezan a proliferar y, cuando todo lleva un callejón sin salida, él se refugia en un cine. Con el film dentro del film, se abren las compuertas del sueño, que ya estaban entreabiertas. Bi gan recurre a los efecto inmersivos del 3D y captura la experiencia en un plano secuencia que, para admiración de estetas y camarógrafos, llega a durar una hora. El efecto, que el equipo de filmación consiguió al séptimo intento, es fascinante pero también alambicado, y está sobrecargado de simbolismo onírico.
Los planos largos son la marca de estilo de este director y poeta. Mediante ellos, Bi Gan procura emular la lógica de los sueños, que él considera esencialmente continua, no fragmentaria. Ya su película anterior, la mágica Kaili Blues (2015), terminaba con un plano de 40 minutos. En lugar de coser retazos en la mesa de posproducción digital (es el caso del pseudo-plano secuencia de Birdman, de Alejandro González Inárritu), Bi Gan filma verdaderos planos secuencia que respetan la unidad de espacio y en los que el montaje está prohibido, como pretendía André Bazin. (Bi Gan dice inspirarse en el cine de Hou Hsiao-hsien, en especial en su película Goodbye South, Goodbye, donde la cámara ejecuta largos ademanes que parecen pinceladas libres.)
Mucho menos ambiciosa que Largo viaje hacia la noche, pero igualmente onírica, es Una tierra imaginada (2018), del singapurense Yeo Siew Hua. La excusa es ahora la desaparición de Wang, un inmigrante chino que trabaja en una empresa de la construcción. El film vacila entre la realidad y el ensueño gracias a un doble punto de vista: el del policía que lleva a cabo la investigación y el del objeto de la búsqueda.
Las coordenadas del cine noir se diluyen en una trama nocturna donde los conflictos quedan en suspenso y todo apunta a crear una atmósfera irreal. En especial, la iluminación de neón del cibercafé adonde Wang se refugia para combatir el insomnio y, entre videojuegos y pornografía, flirtear con la muchacha seductora que lo regentea. Pero también lo insustancial de una geografía costera que no cesa de ganar tierras al agua, importando arena de Malasia, Indonesia y Vietnam. “¿Eso quiere decir que ya no estamos en Singapur?, pregunta la chica del ciber, acostada sobre la arena malaya. Adecuadamente, la pregunta quedará sin respuesta.
Más lírico es Atlantique (2019), primer largometraje de la franco-senegalesa Mati Diop. La realizadora se destacó como actriz –basta recordar su presencia en 35 rhums (2008), una de las buenas películas de Claire Denis– y es sobrina de Djibril Diop Mambéty, pionero del cine moderno de Senegal. En su documental Mil soles (2013), Mati Diop dialogó a la distancia con Touki-Bouki (1973), la película fundamental de su tío: ese film de los años 70 registra el periplo inolvidable de unos novios que, alentados por el estribillo de Joséphine Baker, planean abandonar Dakar para conquistar París. Cuatro décadas más tarde, Diop buscó y, milagrosamente, reencontró a los protagonistas: a Mory (Magaye Niang), que permaneció en Dakar y a Anta (Mareme Niang), que ahora trabaja en una planta petrolífera de Alaska.
También Atlantique pone en escena una evasión malograda, aunque parte de un conflicto romántico convencional: a la joven y hermosa Ada (Mama Sane) se la obliga a casarse con un marido musulmán, mientras que su verdadero amor, el humilde Souleiman (Ibrahima Traore), intenta emigrar a España en una balsa precaria. Pero enseguida la película gana densidad mediante una doble fuga hacia lo policíaco y lo sobrenatural. En el mundo que el film retrata o inventa, los rituales del vudú tienen mayor eficacia simbólica que las demandas comunitarias y los oprimidos ejecutan su venganza de la única forma que una sociedad atávica tolera: volviendo como zombies a reclamar sus derechos.
Orson Welles: tres perfiles de un clásico irreverente
Netflix reserva un triple lugar para Orson Welles. Pone a disposición El extranjero (1946) –una de las películas menos apreciadas de su filmografía– y otra obra inacabada, rodada en los años 70, que se difundió hace dos años en un montaje póstumo, que no hay que confundir con el film que Welles habría editado. Se titula, tal vez con exceso de poesía, El otro lado del viento y se rodó en condiciones caóticas en EEUU, Francia y España; una serie de conflictos legales dejó el material –casi cien horas en formatos variados: Super-8, 16 y 35 mm– en estado de suspensión durante décadas. Completando esta azarosa trilogía, también puede verse Me amarán cuando esté muerto (2018), documental dirigido por Morgan Neville. Dado que ya la película de Welles funciona en parte como registro de su propio rodaje, la indagación de Neville resulta un poco superflua, salvo para reponer y precisar datos fácticos, y recuperar algunos fantásticos chismes.
El otro lado del viento es la crónica de una fiesta de cumpleaños que languidece, hasta la muerte o suicidio del homenajeado. O la de un festín caníbal con un solo comensal: un director de cine despótico que, antes de morir, acaba deglutiendo a todos, ya sean actores, amigos, epígonos o críticos.
J. J. Hannaford (John Huston) comenzó su carrera como utilero pero, devenido vanguardista, ahora inventa el guión de sus películas a medida que avanza. Durante su cumpleaños, se proyectan tramos de su última creación. Este film dentro del film es una evidente parodia de Zabriskie Point (1970) de Antonioni y sigue el derrotero de una Pocahontas terrorista (Oja Kodar, la bella y escultórica actriz croata, pareja de Welles) mientras persigue o es perseguida por un muchacho angelical y sexy (Bob Random), actor y víctima de Hannaford.
Por otra parte, está Otterlake (Peter Bogdanovich), más que uno de sus discípulos, un apóstol de Hannaford: en la relación entre ambos se confunden el amor y el odio, no menos que la economía. Así Welles escribe una fábula de linajes en el cine: la de un hijo contrariado y un padre horrendo, a quien sólo cabe traicionar para continuar su legado. A través del impostado machismo de Hannaford, el director satiriza la figura de Ernest Hemingway, pero también se permite aludir a la homosexualidad reprimida del personaje que John Huston encarna con su habitual idoneidad.
La restauración y el nuevo montaje de El otro lado del viento, financiados por Netflix, nos permiten asomarnos al laboratorio de un proyecto inconcluso: con inestabilidad de caleidoscopio, vemos alternarse el blanco y negro del film con el colorismo estridente del film-dentro-del-film. Varios tramos acusan el impacto de la psicodelia e incluso del arte cinético. Es fantástica, aún hoy, la secuencia de la orgía, editada por el propio Welles. Y se destaca la “banda sonora póstuma” que, poco antes de morir, compuso Michel Legrand (quien había colaborado con el director en F for Fake).
Tres décadas antes, Orson Welles había logrado completar El extranjero (1946), que Gilles Deleuze y Serge Daney coinciden en considerar su película más próxima a las inquietudes de Fritz Lang y que André Bazin, en la monografía que dedicó al director, califica como “la obra más disparatada de su carrera”.
Por supuesto, la cámara de Welles ejecuta planos caligráficos montada en una grúa, se posa en ángulos creativos y, en general, hace un uso expresivo del claroscuro. Pero la trama de El extranjero es lineal y previsible. Un jerarca nazi (el propio Welles) logra ocultar su identidad en un pueblo de Connecticut; se casa con la hija de un juez de la Suprema Corte y vive tranquilo hasta que un detective implacable (Edward G. Robinson) empieza a seguir su rastro. Loretta Young casi vuelve creíble el personaje de la mujer inocentona, que cree no haber visto nunca un nazi en su vida, pero que en realidad acaba de casarse con uno. A pesar de su trama convencional, El extranjero –deudora en parte de La sombra de una duda (1943), de Alfred Hitchcock – es una película fundamental de esa tendencia hogareña del policial negro que algunos estudiosos llaman “home noir”.
El último ensayo audiovisual de Jean-Luc Godard
Jean-Luc Godard cita la obra de Orson Welles en su último largometraje, El libro de imagen (2018): confundidos en un mosaico de fragmentos, aparecen algunos planos fugaces de El proceso (1962), donde Anthony Perkins encarna a Josef K. Y, si uno de los productores de El otro lado del viento fue Mehdi Boushehri –cuñado del Shah de Irán–, la última película de Godard también fue posible gracias al financiamiento del iraní Mitra Farahani.
En analogía con los dedos de una mano, El libro de imagen tiene cinco partes, que también son series divergentes, según una lógica de la inquietud política y del desvarío poético. La quinta es la más larga, y despliega una reflexión sobre el mundo árabe, apoyada en una fábula de Albert Cossery, escritor francés de origen egipcio. (Aunque Godard va insertando videos transmitidos por ISIS o grabaciones que él mismo realizó en Túnez con un celular, el acercamiento se da fundamentalmente a través del cine y de la literatura.)
Como sabemos por sus Historia(s) del cine (1988-1998) o Adiós al lenguaje (2014), los films tardíos de Godard plantean más de un desafío. Los subtítulos no llegan a decodificar los estratos políglotas de la banda sonora. Todo tipo de discontinuidades –diversos formatos, velocidades y resoluciones– quiebran la sucesión de imágenes en movimiento, alteradas a menudo mediante el pixelado o la saturación cromática. Además, las citas musicales van configurando una partitura por derecho propio: en El libro de imagen, se reserva un lugar de excepción a Mieczysław Weinberg, gran compositor judeopolaco de la era soviética, actualmente en plena recuperación.
El libro de imagen es un ensayo audiovisual compuesto por una miríada de fragmentos de películas clásicas que, cabe presumir, Godard considera valiosas. Como él mismo pertenece ya a la historia del cine, no se priva de citar sus propias obras. También homenajea una serie de hitos que, juntos, forman un atlas de la experimentación fílmica: desde un corto de Maya Deren hasta El terrorismo como una de las bellas artes (2009), de Peter Whitehead, pasando por La Región central (1971) de Michael Snow y La Comuna (2000) de Peter Watkins.
Puede incomodarnos el credo estético o ideológico de Jean-Luc Godard, adolescente al borde de los 90, que no duda en afirmar que está siempre “del lado de las bombas”. Pero identificar de dónde procede cada secuencia clásica, experimental o reciente de su abrumadora enciclopedia resultará estimulante para todo cinéfilo.
* Todas las películas recomendadas en esta nota están disponibles en Netflix.